The Wolf of Wall Street: Soy un Ladrón... Pero Guardo lo que me Robo
Martin Scorsese, es uno de los principales cronistas del individuo, situado dentro de la sociedad americana, condicionado y engullido por su entorno, cuyo ascenso y caída es debido a su propia naturaleza. The Wolf of Wall Street (El Lobo de Wall Street) es un retrato del capitalismo americano desenfrenado y de un arribista que se mete al juego de las especulaciones financieras.
Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio), un corredor de bolsa que en la década de los 90’s fundó la firma de inversiones Stratton Oakmont desde la cual amasó una gran fortuna al especular con acciones de riesgo. Sus inicios modestos donde vendía “bonos de centavo” se convirtió en una montaña rusa de corrupción y libertinaje inconcebible; el dinero, la sangre, el sexo, el alcohol y las drogas cobran dimensiones colosales que enloquecen al simpático criminal de cuello blanco y lo condenan a una espiral decadente que amenaza con destruirlo para siempre.
Basada en las memorias del mencionado Jordan Belfort, el guionista Terence Winter, junto a Scorsese, exploran un cosmos de corrupción movido por una pasión desmedida y arribista de avariciosos y hedonistas cuya ética putrefacta promovió la desconfianza del público en general en los capitalistas de Wall Street. Y es que El Lobo de Wall Street expone el dogma arrastrado hasta lo irreflexivo de la aparente seducción por enriquecerse desmedidamente al margen de la ley.
Tanto el director como su guionista bosquejan, bajo un humor negro, cínico y desmedido, una reflexión sobre la economía mundial y la gran estafa llamada capitalismo, donde los ejecutivos y corredores de bolsa cuyos trajes de diseñador cuestan miles de dólares y que literalmente mueven la economía mundial son presentados como seres frenéticos que profieren todo tipo de insultos y vulgaridades, como si de verduleros y mercaderes de los estratos económicamente más bajos se tratasen, parábola definitoria de la calaña que encierran los grandes corredores de mercados que, en el fondo, no son más que codiciosos timadores sin entrañas con la astucia suficiente para estafar a inversores de cualquier forma posible.
Eso es Wall Street. Donde la máxima es “Quien arriesga puede ganar dentro de los mercados bursátiles”. Eso sí, jugándose los ahorros y el dinero de los demás, ya sea un pobre asalariado de clase media, un exitoso emprendedor o grandes millonarios.
En medio de la euforia y acción de negociaciones de millones de dólares, las cuales que se tornan surreales, tenemos a Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) un multimillonario hedonista que lo mismo inhala líneas de cocaína, fuma marihuana e ingiere medicamentos como Adderall, Xanax, mezcalina, adrenalina, morfina y/o Quaaludes, que bebe alcohol en cantidades industriales, se acuesta con prostitutas y conduce autos deportivos blancos, además tiene una preciosa esposa trofeo (Margot Robbie) y posee una multimillonaria mansión en una de las zonas más selectas y exclusivas de Long Island.
Un personaje ruin que exhibe con orgullo el verdadero rostro de la ambición que anida en los grandes focos de poder. Desde el arranque de la cinta, el protagonista manifiesta con voz en off su obsesión con un destino a cumplir: “Siempre he querido ser rico”, de esta forma inicia su discurso sobre su excesivo modo de vida. Dicho discurso, como en muchas otras cintas del cineasta italoamericano, representa el inicio de un sórdido e irresistible viaje al infierno que se desata al adquirir poder de forma desmedida, viaje que explora el lado oscuro y salvaje del gran sueño americano a través del hedonismo y la arrogancia.
Belfort encaja perfectamente con la estirpe de personajes mostrados con anterioridad por el director, antihéroes que terminan por convertirse en celebridades mediáticas como resultado directo de sus delitos y faltas. Junto a Donnie Azoff (Jonah Hill), su fiel lugarteniente con las mismas presunciones calculadoras que Belfort, erigirán el emporio de Stratton Oakmont fundamentado en la especulación con acciones millonarias.
Un claro reflejo de una realidad que mueve este cosmos de ambición, irreverencia y mala conducta, donde personas codiciosas se convierten en una opulenta manada de depredadores frenéticos con hambre de dinero, oportunistas que se enriquecen a costa de la debilidad ajena, miserables materialistas sin entrañas que visten traje y corbata, organizan orgias de sexo drogas y alcohol y realizan multimillonarias transacciones de compra-venta. Todo ello dentro de una jerarquía extrañamente regida por la lealtad, la amistad y los valores enviciados por tan deformante propósito.
Eso sí, Scorsese nos cuenta la historia a su manera sin rodeos ni juicios, ni siquiera deja espacio a la redención, ni se expone un arrepentimiento que sirva como recurso o justificación a tanta pendejada realizada en el camino hacia la grandeza del protagonista, todo ello en medio de esa mentira, esa gran estafa llamada capitalismo.
La puesta en escena priva al espectador del beneplácito de la duda y de toda concesión moral. Ya que provoca una constante sensación de celeridad narrativa en continuo avance, un divertimento en el que uno llega a sacar sus propias conclusiones acerca del estilo de vida retratado y de sus consecuencias.
Scorsese utiliza toda su imaginaría para la dinamización de la trama, con unos estudiados movimientos de cámara a cargo de Rodrigo Prieto, fuerza la percepción e intensidad sensorial del espectador con el gaudeamus montaje que exhibe su inseparable Thelma Schoonmaker y la precisión de las canciones, supervisadas por Robbie Robertson, integran menudo espectáculo de tres horas.
Complementa y refuerza la épica desenfrenada y el ansia desmedida por lo material la gran interpretación de Leonardo DiCaprio, cuya pasión y precisión cómica modela la personalidad de un personaje despreciable que acaba por conquistar al espectador, como si de un vendedor de autos usados que pronuncia complejos y exaltados discursos de ventas se tratase. Acompañado de Margot Robbie, como la hermosa esposa trofeo del protagonista, que no tiene empacho alguno en negarle sexo a su conyugue si así lo decide y un espléndido Jonah Hill, quien personifica a un incorrecto, tramposo, ambicioso y calculador amigo y comparsa de parrandas del protagonista.
El Lobo de Wall Street cierra, desde mi humilde punto de vista, para el director, un ciclo de cintas donde el poder, las drogas, el dinero, el crimen y la corrupción que ello acarrea, inundan las vidas de los personajes que las pueblan, así El Lobo de Wall Street se une a Buenos Muchachos y a Casino como las cintas donde la culpa y el perdón, el tormento y la redención, el sacrificio y la purificación en medio del poder y la corruptela tienen cabida pero donde también sus protagonistas pagan todas y cada una de sus fechorías. Da la sensación de que Scorsese ha logrado, por fin, superar la mayoría de sus demonios interiores, pero sin abandonarlos por completo, sin dejar de ser él mismo.
El Lobo de Wall Street hace gala de una ironía y un sentido del humor cruel y divertido sobre las debilidades humanas, una mirada cínica y descreída sobre el ser humano, resultando ser un corrosivo comentario social afirmando que el crimen y el poder no paga, envilece hasta al más grande de los idealistas y que lo transforma en un cretino, admirable y carismático, pero cretino al fin.
Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio), un corredor de bolsa que en la década de los 90’s fundó la firma de inversiones Stratton Oakmont desde la cual amasó una gran fortuna al especular con acciones de riesgo. Sus inicios modestos donde vendía “bonos de centavo” se convirtió en una montaña rusa de corrupción y libertinaje inconcebible; el dinero, la sangre, el sexo, el alcohol y las drogas cobran dimensiones colosales que enloquecen al simpático criminal de cuello blanco y lo condenan a una espiral decadente que amenaza con destruirlo para siempre.
Basada en las memorias del mencionado Jordan Belfort, el guionista Terence Winter, junto a Scorsese, exploran un cosmos de corrupción movido por una pasión desmedida y arribista de avariciosos y hedonistas cuya ética putrefacta promovió la desconfianza del público en general en los capitalistas de Wall Street. Y es que El Lobo de Wall Street expone el dogma arrastrado hasta lo irreflexivo de la aparente seducción por enriquecerse desmedidamente al margen de la ley.
Tanto el director como su guionista bosquejan, bajo un humor negro, cínico y desmedido, una reflexión sobre la economía mundial y la gran estafa llamada capitalismo, donde los ejecutivos y corredores de bolsa cuyos trajes de diseñador cuestan miles de dólares y que literalmente mueven la economía mundial son presentados como seres frenéticos que profieren todo tipo de insultos y vulgaridades, como si de verduleros y mercaderes de los estratos económicamente más bajos se tratasen, parábola definitoria de la calaña que encierran los grandes corredores de mercados que, en el fondo, no son más que codiciosos timadores sin entrañas con la astucia suficiente para estafar a inversores de cualquier forma posible.
Eso es Wall Street. Donde la máxima es “Quien arriesga puede ganar dentro de los mercados bursátiles”. Eso sí, jugándose los ahorros y el dinero de los demás, ya sea un pobre asalariado de clase media, un exitoso emprendedor o grandes millonarios.
En medio de la euforia y acción de negociaciones de millones de dólares, las cuales que se tornan surreales, tenemos a Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) un multimillonario hedonista que lo mismo inhala líneas de cocaína, fuma marihuana e ingiere medicamentos como Adderall, Xanax, mezcalina, adrenalina, morfina y/o Quaaludes, que bebe alcohol en cantidades industriales, se acuesta con prostitutas y conduce autos deportivos blancos, además tiene una preciosa esposa trofeo (Margot Robbie) y posee una multimillonaria mansión en una de las zonas más selectas y exclusivas de Long Island.
Un personaje ruin que exhibe con orgullo el verdadero rostro de la ambición que anida en los grandes focos de poder. Desde el arranque de la cinta, el protagonista manifiesta con voz en off su obsesión con un destino a cumplir: “Siempre he querido ser rico”, de esta forma inicia su discurso sobre su excesivo modo de vida. Dicho discurso, como en muchas otras cintas del cineasta italoamericano, representa el inicio de un sórdido e irresistible viaje al infierno que se desata al adquirir poder de forma desmedida, viaje que explora el lado oscuro y salvaje del gran sueño americano a través del hedonismo y la arrogancia.
Belfort encaja perfectamente con la estirpe de personajes mostrados con anterioridad por el director, antihéroes que terminan por convertirse en celebridades mediáticas como resultado directo de sus delitos y faltas. Junto a Donnie Azoff (Jonah Hill), su fiel lugarteniente con las mismas presunciones calculadoras que Belfort, erigirán el emporio de Stratton Oakmont fundamentado en la especulación con acciones millonarias.
Un claro reflejo de una realidad que mueve este cosmos de ambición, irreverencia y mala conducta, donde personas codiciosas se convierten en una opulenta manada de depredadores frenéticos con hambre de dinero, oportunistas que se enriquecen a costa de la debilidad ajena, miserables materialistas sin entrañas que visten traje y corbata, organizan orgias de sexo drogas y alcohol y realizan multimillonarias transacciones de compra-venta. Todo ello dentro de una jerarquía extrañamente regida por la lealtad, la amistad y los valores enviciados por tan deformante propósito.
Eso sí, Scorsese nos cuenta la historia a su manera sin rodeos ni juicios, ni siquiera deja espacio a la redención, ni se expone un arrepentimiento que sirva como recurso o justificación a tanta pendejada realizada en el camino hacia la grandeza del protagonista, todo ello en medio de esa mentira, esa gran estafa llamada capitalismo.
La puesta en escena priva al espectador del beneplácito de la duda y de toda concesión moral. Ya que provoca una constante sensación de celeridad narrativa en continuo avance, un divertimento en el que uno llega a sacar sus propias conclusiones acerca del estilo de vida retratado y de sus consecuencias.
Scorsese utiliza toda su imaginaría para la dinamización de la trama, con unos estudiados movimientos de cámara a cargo de Rodrigo Prieto, fuerza la percepción e intensidad sensorial del espectador con el gaudeamus montaje que exhibe su inseparable Thelma Schoonmaker y la precisión de las canciones, supervisadas por Robbie Robertson, integran menudo espectáculo de tres horas.
Complementa y refuerza la épica desenfrenada y el ansia desmedida por lo material la gran interpretación de Leonardo DiCaprio, cuya pasión y precisión cómica modela la personalidad de un personaje despreciable que acaba por conquistar al espectador, como si de un vendedor de autos usados que pronuncia complejos y exaltados discursos de ventas se tratase. Acompañado de Margot Robbie, como la hermosa esposa trofeo del protagonista, que no tiene empacho alguno en negarle sexo a su conyugue si así lo decide y un espléndido Jonah Hill, quien personifica a un incorrecto, tramposo, ambicioso y calculador amigo y comparsa de parrandas del protagonista.
El Lobo de Wall Street cierra, desde mi humilde punto de vista, para el director, un ciclo de cintas donde el poder, las drogas, el dinero, el crimen y la corrupción que ello acarrea, inundan las vidas de los personajes que las pueblan, así El Lobo de Wall Street se une a Buenos Muchachos y a Casino como las cintas donde la culpa y el perdón, el tormento y la redención, el sacrificio y la purificación en medio del poder y la corruptela tienen cabida pero donde también sus protagonistas pagan todas y cada una de sus fechorías. Da la sensación de que Scorsese ha logrado, por fin, superar la mayoría de sus demonios interiores, pero sin abandonarlos por completo, sin dejar de ser él mismo.
El Lobo de Wall Street hace gala de una ironía y un sentido del humor cruel y divertido sobre las debilidades humanas, una mirada cínica y descreída sobre el ser humano, resultando ser un corrosivo comentario social afirmando que el crimen y el poder no paga, envilece hasta al más grande de los idealistas y que lo transforma en un cretino, admirable y carismático, pero cretino al fin.
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