Una galleta, una sonrisa, un detalle

Era una hermosa mañana de Mayo, cuando la brisa nos cubria totalmente con su frescura y el Sol apenas calentaba, Marian apareció en el umbral de la puerta con una vasija de porcelana tapada con una servilleta de tela hecha a mano regalada hace mucho tiempo por su madre, del cual se desprendía un dulce aroma a pastas recién hechas y es que Marian siempre se había caracterizado por realizar tan exquisitos postres. Cuando las puso al alcance de mis manos pude tomar una, me di cuenta que eran galletas de azúcar Bavara, por lo que inmediatamente dispuse llevarme una a la boca.

Después de que mordí la galleta de azúcar Bavara, finalmente sentí que todo iba a estar bien. Ya que en ese preciso momento recordé los buenos momentos que había experimentado con ella, aquel consuelo de sus manos, o las caricias y el gesto de amor recíproco, o el susurro sutil, o un abrazo amoroso, o una oferta de comodidad,  su café caliente en la mañana, un pan dulce no consumido, los secretos de su voz suave, o las lecciones de guitarra con una vieja Fender Stratocaster, y ocasionalmente una película romántica que veíamos juntos.

En ese preciso momento mis ojos se posicionaron en ella y una sonrisa se dibujo en ambos, ya que las viejas ofensas, los antiguos rencores y todos aquellos malos entendidos se habían esfumado con la brisa que entraba por la puerta. Y aquello me mostró una verdad:

Que a veces, cuando nos perdemos en el miedo y la desesperación, en la rutina y la constancia, en la desesperanza y la tragedia, podemos dar gracias a Dios por las galletas de azúcar Bavara. Y debemos recordar que todas estas cosas, los matices, las anomalías, las sutilezas que suponemos sólo personalizar nuestros días, son eficaces para una causa mucho más grande y más noble. Ellas están aquí para salvar nuestras vidas. Sé que la idea parece extraña, pero al final todo estará bien.

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